No hace falta destacar que no hay ni habrá nada que pueda doblegar el cariño que le tiene la gente de River a Ariel Ortega. Alcanza con mirar hacia atrás para comprender que se trata de un ídolo a la altura del Beto o el Enzo, o incluso todavía más. Claro, ¿acaso cuántos jugadores pueden salir ilesos después de gritarle un gol a La Banda? Casi ninguno, Alonso, Ortega y deje de contar. No hay otro más.
¿O cuántos jugadores pueden convertirse en la expectativa de los hinchas por sobre la situación deportiva de la camiseta? Ahí sí, ninguno, salvo él, salvo Ortega. Así lo demostró un estadio Monumental que anoche -pese al deplorable presente del equipo, el frío y el precio de las entradas- mostró un marco admirable sólo para volver a recibir al último gran ídolo del pueblo riverplatense.
Desde temprano, las calles aledañas al Antonio Vespucio Liberti irradiaron de ansiedad por la vuelta del jujeño, que había jugado su último partido en Núñez hacía 422 días, a principios de junio de 2008. Y cómo será que se lo extrañó, que el clásico “Orteeega, Orteeega” no sólo se escuchó puertas adentro de la cancha, si no también en plena esquina de Udaondo y Figueroa Alcorta, a unos doscientos metros de la concentración que por ese momento todavía resguardaba al chango de Ledesma.
Pero esa expectativa también quedó plasmada en las caretas del Burrito que se repartieron en las inmediaciones del estadio y en las banderas de agradecimiento. Aunque, como no podía ser de otra manera, la mayor prueba de amor se hizo sentir cuando Ortega volvió a pisar el verde césped: ahí, antes, durante y después del partido, el jujeño tuvo que levantar sus brazos hacia la tribuna y tocarse el corazón en señal de que el sentimiento fue, es y será eternamente mutuo.
Fuente: LPM